Mientras se desarrollaba el triste interrogatorio del hombre-víbora,
se había abierto paso por entre la multitud hasta la primera fila en
que se encontraba la gitana, y se había detenido detrás de ella. Se
apretó contra sus espaldas. La muchacha trató de separarse, pero él
se apretó con más fuerza contra sus espaldas. Entonces ella lo
sintió. Se quedó inmóvil contra él.
Se dejaba llevar por aquel inmenso salón. Sus piernas temblorosas solo respondían a las órdenes mudas que daba su acompañante. Y qué acompañante. No podía negar que su belleza encandilaba a cuanto se pusiese por delante. No dejaba de mirar a su alrededor intentando convencerse de lo que estaba haciendo, de que todo aquello estaba bien hecho y de que no tenía porque responder ante nadie. Llegaron hasta una habitación y le arrancó la camisa antes de tirarla sobre la cama.
Ella se dejaba hacer, sin mucho entusiasmo pero disimulando lo mejor que podía. Observaba como se debatía en su cuello e iba descendiendo lentamente hasta llegar a sus muslos sintiéndose inevitablemente excitada. Cómo para no estarlo, pues su acompañante tenía grandes dotes de amante y su cuerpo no era insensible ante aquella caricias.
Se dejó llevar por aquel mar de gemidos y sudor ignorando todo cuanto su mente se empeñaba en recordarle. No era el momento ni el lugar para ponerse nostálgica, y mucho menos para añorar a alguien. O mejor dicho, para desear a ese alguien mientras estás con otra persona. Sus manos se aferraron a la espalda de su amante y cerró los ojos sin querer pensar en nada más.
Por la mañana, una vez en su lugar habitual de trabajo, observó a aquella que pretendía asaltarla en sus pensamientos por la noche. Una sensación de culpa y tristeza la invadió y sintió, sin poder oponerse, unas irrefrenables ganas de pedirle perdón. Se levantó de su puesto y se dirigió a ella.
-Ésto, prométeme que no vas a preguntarme el por qué de lo que voy a decir.
-Vale, como quieras ¿Qué ocurre?
-Lo siento.
Se dio la vuelta y volvió a su sitio sin decir nada más.