Cuando salía por la ventana para tumbarse encima del tejado siempre alzaba la vista antes de cerrar los ojos. Su mirada se perdía en cualquier horizonte de ese telón negro manchado con puntitos luminosos. Luego la oscuridad tras cerrar los párpados seguía embarrada por algún residuo brillante. No podía observar aquel fondo durante mucho tiempo, pues algo en su estómago se le encogía y la hacía tiritar al hacerlo. Eran tan distantes, tan perfectas, rebosantes de una extraña grandeza. Y como las adoraba. Eran su punto de partida y no podía, ni debía, olvidarlas. El alma se le hacía grande y pequeña con tan solo recordarlas.
Se decía a sí misma que los recuerdos no sirven de nada, que la brisa que los cubre debe de acabar su trabajo y borrarlas de una vez y por todas. Era éso o el eterno castigo de soportar esa grandeza por los siglos. Pero seguía estancada en una especie de punto medio que la encadenaba a un recuerdo y unas visitas efímeras. Las lágrimas, siempre agrupadas en sus ojos, se frenaban en su avance por el simple y único hecho de que no eran bien recibidas.
Las pestañas volvieron a abrirse por acción de una extraña fuerza. Contempló de nuevo como esas estrellas que se regocijaban de estar en sus tronos empezaban a caer. Como todos esos astros relampagueantes empezaban a perder su belleza y pasaban a ser una especie de cúmulo de vacío y negrura. ¿Quién estaba detrás de todo aquello? ¿Había accionado ella sin querer alguna especie de mecanismo para dinamitar el cielo? Los susurros que llegaba a escuchar de aquellos seres estelares le decían que sí.
Ella empezó a convencerse de que la culpa de su caída había sido solo provocada por ellas mismas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario