Detener en el tiempo todo lo que suele acaparar tu mente. Desviarla a cuestiones menos tratadas pero igualmente importantes. Sentir como te invade una sensación de culpa con la que no habías lidiado hasta ahora, junto con todo tu cuerpo que se estremece en oleadas de escalofríos. Observar las paredes de la habitiación que te encierra y sentirte la persona más vigilada del planeta sujeta con cadenas invisibles que no te dejan moverte, ni adelante ni atrás.
Tener los dedos engarrotados y las piernas entumecidas de tan poco esfuerzo. Notar la vibración de tus pulsaciones y el cruento sonido de tu ronca respiración. Observar como todo a tu alrededor se tiñe de colores oscuros y grises que no te dejan diferenciar lo que es real de lo que no. El sudor recorriendo tu frente y tus manos que tiemblan por cualquier pequeño ruido. Mirar la puerta cerrada y sentir el frío del exterior como si estuviese abierta e intentar volver a cerrarla para cercionarse. Palabras que se escapan de tus labios que no tienen coherencia si son pronunciadas en voz alta, pero que en el rincón secreto y apartado de tu mente son las que mandan.
Mantener la cabeza apoyada en tus manos o en algún sitio, temiendo que en cualquier momento se descomponga en pedazos. El temblor se extiende a tus piernas y éstas lo transmiten a tus pies, ansiosos por algo que se hace esperar demasiado. No eres capaz de pronunciarlo en voz alta, ni serás nunca capaz de reconocerlo. Pues cada vez que estás apunto de arrepentirte, la puerta vuelve a abrirse. Y con ella, vuelve tu serenidad.
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