Golpeaba con sus recuerdos la esperanza agría de su sentir. Ella se escondía bajo los balcones de las calles mientras caminaba hacia cualquier lugar. Su rostro se veía cubierto por una bufanda roja que parecía adherida a su cuello. La mente le estallaba, los ojos se le cerraban, en definitiva, estaba hecha una mierda.
Aceleró sus pasos y dobló por la esquina de la calle parisina. Las personas pasaban por su lado sin darse cuenta de los ojos rojos que conjuntaban con la tela de la bufanda. Tenía en la memoria el instante concreto en el que su vida se despedazó. Y de ello ya hacía dos años. Demasiado rápido, llevaba demasiado tiempo atrapada en una trampa de ratones en la que su delicioso queso no era ni más ni menos que la ambiguedad en persona. Los días en los que no la veía parecían no contar en su calendario mental, mientras que los días en los que sí se hacían condenadamente breves. Recordaba el momento en que aquella entró por la puerta triunfante y se presentó con el nombre que no dejaría de repetir por las noches. Aquel instante crucial al que no debería volver.
La calle estaba mojada pero no llovía desde hacía rato. Parecía como si aquella ciudad hubiese adoptado el color gris de las nubes. Su ropa, muy a su pesar, hacía conjunto con aquel mal tiempo. La leve caricia del viento que dejaban los edificios entrar a las calles le recordó el motivo por el que se dirigía hacia la cafetería. El corazón se le encogió por momentos y tuvo que detenerse. Recordó aquella perfecta sonrisa, aquellos ojos oscuros y brillantes, los matices de su piel manchada. Se mordió el labio y las piernas le flaquearon, preparadas para emprender la huida en ese mismo instante. Su obstinación pudo más y las obligó a seguir avanzando.
Llegó puntual a aquella cafetería alejada de la mano de dios metida en un callejón. Pronunció un bien demasiado alto que sobresaltó a un hombre que estaba apunto de entrar. Había conseguido encontrar el lugar sin perderse. Escrutó por el ventanal la clientela en busca de su cabello castaño. No le dio tiempo, pues alguien le dio dos toques en el hombro y pronunció su nombre mientras le decía divertida:
-Menos mal, creía que no lo encontrarías.
-¿Tomamos un café?
-No pierdes el tiempo. ¿Estás segura?
Frunció el ceño y miró su nariz extrañada.
-No lo sé. Creo que jamás lo estaré del todo.
-¿Demasiado complicado, ah?
-Y tan poco tiempo para decidir si estaría bien o no.
-Ahora o nunca.
Sin dudarlo, se abalanzó y la besó.
Hay que ver la importancia de una taza de café.
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