domingo, 18 de mayo de 2014

Iron.

-No es posible.
-Claro que lo es.
-No soy tan imbécil.
-A veces lo pareces.

     No eran las palabras que había imaginado, precisamente, para este encuentro: risas, cuatro chorradas y luego el silencio producido por las caricias. Pero nada de eso sucedió.

-Créeme, las cosas no pueden seguir así.
-Te quiero.
-De nuevo...

    Eran las repeticiones, las cosas que veía cada día la que la empujaba a cortar, en seco, todo. Lo peor era que estaba siendo más difícil de lo que creía, mucho más extenuante y cansado de lo que había planeado. Pero estaba sucediendo.

-Te prometo que haré lo que quieras.
-No.
-Me arrastraré, me arrodillaré cuando te vea, ¿Es eso lo que quieres, verdad? Yo te haré sentir como...
-¡No!

   La necesitaba, no había otra manera de definirlo, no tenía ningún modo que pudiese aproximarse tanto a la agonía que sentía cuando no la veía. Adoraba sus palabras, las tomaba como preceptos que tenía que seguir de cualquier manera y estaba dispuesta a darlo todo sencillamente por complacer cualquier mínimo capricho que le diese. La necesitaba.

-Yo, te juro que puedo hacerlo todo, pídeme lo que...
-Precisamente no quiero que ME pidas nada más.
-Por favor..

   Era insaciable: patética, una figura humillada por sí misma ante algo que no tendría. Era tan imbécil de pensar siquiera que tenía el mínimo derecho a suplicar. Recordó en aquel momento uno de sus libros: "Ella dijo no". En alguna ocasión había sentido miedo por esto, pues, temía haberse convertido en la protagonista de aquella novela tan asfixiante. Los hechos venideros junto con sus propias reflexiones le revelaron que no era así ni por asomo, que tan solo era...

-Por favor, por favor,... Lo necesito.
-Pareces una yonqui con el mono.
-¡Es que lo soy!

     Tal era el extremo, tal era la ensoñación, comparable con la de los grandes desamores que acabaron con la vida de los propios protagonistas. Una droga que mataba, que si no se deja a tiempo consume y devora hasta acabar con el ser que se sirve de ella. Trataba de hacérselo ver, pero era imposible que se diera cuenta: en los cuentos, la princesa acababa muriendo de parto o de aburrimiento.

-Sencillamente no, no tengo por qué...
-Al menos, déjame verte.
-No.

     Aquel bucle parecía no tener salida.
     Pero, de pronto, sus ojos cambiaron de expresión.  Dejó de juntar las manos en señal de súplica y las dejó caer a los lados. Agachó la cabeza, fijando su mirada, totalmente perdida, en el suelo que llegaba a estar mojado por todas las lágrimas que había derramado. No reaccionaba. Sin embargo, siguió.

-Lo necesito, mi vida, lo necesito...

    El tono pareció llegar a afectarle y llegó a sentir algo parecido a la lástima. Necesitaba cortarlo, dejarle claro que ya, que no había posibilidad. Pero no hallaba la respuesta.

-Tengo Sida.

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