Las verjas se abrieron dejando paso al coche que me transportaba. Una explanada de jardines se abrió ante nosotros.
-La señora de la casa adora los abetos.
-Ya lo veo.
Había sido invitada para negociar sobre la compra de una colección de arte perteneciente a su familia. En el museo donde trabajo se relamían los labios por las obras que poseía.
"Estamos seguros de que lo conseguirás, suele tratar con gente como tú y puede que incluso vuelvas con vida"
Me lo tomé como una broma más. Cuando acepté, una sonrisa iluminó la cara de mis superiores y me dijeron que partía el sábado siguiente.
Cuando llegué a casa encendí mi polvoriento portátil dispuesta a buscar algo de información sobre la señora Alfonso. O más bien debería decir señorita, pues en sus cuarenta años no se había casado jamás. Destacaban su gusto por coleccionar arte, sus donaciones a importantes fundaciones y sus extravagantes aficiones. A parte se sabía que era una gran empresaria dueña de una importante asociación de compañías que trabajaban entre sí. No había más información relevante, a parte de que tenía un par de hermanos y las teorías conspiratorias sobre como los desheredó.
Alcé la vista y pude ver el enorme edificio, conocido vulgarmente como
le château du femme gargouille. La verdad era que aquel castillo, construido seguramente a principios del siglo XIX, imponía con su presencia. Observé la carretera y vi que a los dos costados había una serie de rosales con rosas rojas y negras.
-También le gustan las rosas ¿No?
-Sí, le encanta arrancar algunas y jugar con ellas.
-Jugar, ya me imagino a que clase de juegos- Dije riendo para mi misma, pero el chófer me escuchó.
-No se deje engañar por los rumores que corren sobre la señora. Tiene sus vicios y sus peculiaridades, como todo el mundo.
-No pretendía ofenderle.- La situación parecía volverse incómoda por momentos. Y quería bajar de ese maldito coche.
-No creo que lo haya hecho. Aunque éso sí, hágame caso y cuide de no gustarle demasiado.
-Lo intentaré.
Después de unos cinco minutos de silencio llegamos a la entrada principal de la mansión. Una chica bastante joven y pálida abrió mi puerta mientras el chófer descendía del vehículo. Sus cabellos negros ondulados intentaban disimular éste último atributo suyo con bastante eficacia. Sus ojos azules conseguían desviar la atención de cualquiera que la viese con mucha facilidad y atrapar en el mar que rodeaba sus pupilas.
La muchacha se ofreció a cogerme la maleta y llevarla hasta mi habitación pero me negué temiendo que se derrumbase a medio camino. La cogí junto con mi bolsa de trabajo y la seguí hasta la segunda planta donde se encontraba la habitación de invitados.
-La señora te recibirá en cuanto termine de aposentarse. Tómese su tiempo. Si necesita mi ayuda...- La chica se acercó a mí con un aire de prepotencia.- Puede llamarme cuando desee.
-Lo tendré en cuenta.- Se había situado muy cerca de mí y yo estiraba el cuello hacia atrás, señalando la habitación a modo de despedida y temiendo que aquella jovencita pudiese tomarse las confianzas que no debía.- Pero creo que me las podré apañar.
-La comida es a las dos.- Cambió el tono de voz y continuó mientras se alejaba un poco de mí.- No llegue tarde.
-Gracias, ahora si me disculpa.
Cerré la puerta en sus narices y apoyé la espalda en ella suspirando de alivio. Los ojos de aquella especie de loba habían parecido encenderse en llamas cuando estaba cerca. No le di más vueltas y guardé en el armario un par de camisas y pantalones, suponiendo (y rogando) que no fuese a durar mi visita más de un par de días.
Dejé la habitación tras de mí y me dispuse a ir al despacho de la señora, que según me había comentado el chófer, estaba en la planta baja. El interior de aquella especie de castillo no era menos peculiar que su exterior. El pasillo que llevaba hasta las escaleras estaba repleto de cuadros firmados por pintores tan famosos e ilustres como
Velázquez,
Valdés Leal o
Grzegorz Kmiz entre otros. Algunos de ellos pertenecían a las famosas "colecciones macabras", las cuales había venido a negociar con la señora Alfonso.
Llegué hasta el despacho y encontré las puertas abiertas. Una mujer servía en dos copas brandy.
-Por fin, temía que se hubiese perdido.
-Éste lugar es muy grande, pero su chófer me había indicado donde se encontraba el despacho.
Dejó la botella en la mesa y se dirigió a mí extendiendo el brazo con una de las copas.
-Tome, es español.
-Gracias- Cogí la copa y me la llevé a los labios sin beber demasiado líquido, deteniendo mi mirada en la clase de mujer que tenía en frente.
No tenía un cuerpo de escándalo y la verdad era que su rostro estaba lleno de imperfecciones. Pero había algo en ella que la hacía completamente diferente a lo que solía mostrar ante el público. Los vaqueros que llevaba junto con aquella camisa ancha la hacían parecer desarreglada y le daban un toque informal lejos de lo que había leído sobre ella. El pelo le caía un poco más abajo de los hombros con algunos tirabuzones castaños que hacían juego con el tono de su piel.
-Supongo que se habrá extrañado. Sé que no es muy común invitar a alguien con quien tienes asuntos de negocios a pasar un fin de semana en esta enorme casa.- Se llevó la copa a los labios y tragó todo el líquido de golpe.- Lo lógico es que hubiésemos tratado este tema en mis oficinas, pero odio dejar mis dominios.
-No se preocupe señora Alfonso, agradezco su invitación. La verdad es que su colección es asombrosa.
-Déjese de formalidades.- Se dejó caer en la butaca del escritorio y se apoyó en la mesa.- Y gracias.
Transcurrió más de un minuto en el que ambas estuvimos calladas. Yo me senté en una de las sillas que estaban en frente del escritorio. Observé a través de esas gafas sus ojos, oscuros, apagados, misteriosos, carentes de prácticamente cualquier movilidad. La frialdad que mostraban era digna de la reputación de la gran empresaria que tenía en frente.
-El museo estaba muy interesado en su colección. Francamente, desde la colección de autores italianos nunca les había interesado comprar ninguna otra.
-Sé la clase de cuadros que tengo y porque los buscan. Algunos de ellos rozan los límites de lo grotesco, por eso son tan deseables. ¿Alguna vez se lo ha planteado?
-¿El qué?- Pregunté extrañada.
-Qué lo que roza los límites de la extravagancia la mayoría de las veces se vuelve lo más bello.
-Es bastante cierto. Hay cuadros que podrían revolverte el estómago pero son considerados, mejor dicho, los consideramos verdaderas obras de arte.
-Sí, ahí está la gracia. ¿Hasta dónde es capaz de aceptar el ser humano?
-Yo creo que realmente no tenemos límites. Somos capaces de aceptar todo, siempre que para nosotros tenga un sentido.
-¿Y cree que el
Blinding justice o el
Monster del señor Grzegorz Kmiz tienen algo de sentido?
-Sí, muestran una realidad de nuestra mente. Un sentimiento de total desesperación cuando te das cuenta de quien eres.
-Interesante.- Se recostó en un sillón y añadió.- Nunca los había visto de esa forma.
De repente llamaron a la puerta y apareció la joven criada ofreciéndonos té y pasteles para almorzar. Ambas asentimos y empezó a servirnos. A Greta le dejó el trozo de pastel de mala gana en el plato y le dio la taza con el te, ardiendo, en las manos. Luego cuando me sirvió a mí sus formas cambiaron totalmente. Sus ojos no paraban de dirigirse a mí mientras me cortaba el trozo de pastel con suma elegancia. Luego me dejó la taza y el plato delante de mí en el escritorio y salió guiñándome un ojo.
Fruncí el ceño extrañada por el comportamiento de aquella chica y me dispuse a comer la tarta.
-Siempre ha sido muy rara. Suerte que solo le queda un día de trabajo.
-¿Sólo un día?
-Sí, la chica quiere irse de aquí, ver mundo. Cree que fuera de aquí la van a tratar mejor.- Dijo riéndose.
-Quién sabe.
-Nunca he entendido su comportamiento. La verdad, pocas veces la he tratado mal o amonestado, salvo cuando se ha propasado con alguno de mis invitados.
-La chica es joven, ya sabe cómo somos todos.- Observé como el rostro de la mujer se ponía nostálgico mientras con la servilleta se quitaba las manchas de merengue que habían quedado en su barbilla.
-Sí, dulce juventud. Supongo que hay que disfrutarla mientras se pueda.
-Volviendo al tema de los cuadros. El museo está dispuesto a...
-¿Por qué tanta prisa? Tenemos todo el fin de semana. -Se levantó de la silla y echó el resto de tarta que quedaba en su plato a la basura.- Relájese y disfrute de su estancia aquí. Supongo que le gustarán estos lugares.
Salí del despacho después de comer y beber el almuerzo que nos había servido la criada. Greta me dijo que me vería media hora antes de la comida para enseñarme los jardines, mientras me daba vía libre para explorar su mansión. La planta baja estaba llena de estatuas y figuras de mármol o porcelana, muchas de ellas con un estilo clásico o egipcio que encandilaban a cualquiera que las viese. Algunas de esas esculturas debían de ser realmente viejas, pues algunas no estaban ni restauradas.
-Supongo que le gustará el arte. Yo siempre lo he aborrecido.
Giré mi vista para identificar la voz de la persona y encontré a la criada a escasos tres metros de mí.
-¿Lo aborreces? Si es la máxima expresión que puede alcanzar una persona, ya sea en forma de pinceladas o de palabras.
-Creo que la máxima expresión de una persona se alcanza cuando estás enamorado.
-¿Y acaso el arte no es amor?
-No, el amor se siente hacia alguien, no hacia un papel en blanco.
La joven parecía muy convencida de sus palabras. Tenía las manos en las caderas y sus ojos no paraban de repasarme otra vez, algo que me empezaba a incomodar. Se acercó a mí, esta vez sin sobrepasar mi espacio vital y prosiguió.
-Podrías acompañarme fuera a fumar, la señora no me deja hacerlo aquí dentro.
-Claro, pero antes ¿Cuál es tu nombre?
-Dana, y tú eres Lisa y has venido a negociar con esa arpía.
-¿Qué tiene de malo?
-Ya lo descubrirás. Vamos fuera.
*
En las afueras de la mansión se respiraba un aire puro. Los abetos se movían al compás que marcaba el viento mientras Dana me contaba su vida hasta que empezó a trabajar.
-A los 16 años me fui de casa. Estaba harta de estudiar y mis padres pretendían que trabajase en el negocio familiar. Por tanto cogí la puerta con el periódico donde estaba la oferta y me dirigí aquí.
-¿Preferías venir a trabajar aquí?
-Sí, para mí todo era mejor que estar en casa. La verdad, no era seguro que me cogiesen y era muy posible que me hubiese quedado en la calle. Pero hay que arriesgarse ¿No crees? -Me preguntó levantando una ceja.
-Tal vez, aunque no siempre vale la pena. Pero en tu caso has salido ganando -Esbocé una media sonrisa en mis labios y ella me miró divertida.
-Sí, me encontré trabajando en una mansión, con casa y pensión completa y cobrando un sueldo que no estaba nada mal.
-¿Y ahora que tienes el suficiente dinero quieres ir a ver mundo?
-Quiero largarme de aquí porque este pedazo de roca podrida acaba asfixiando a cualquiera. Llevo casi 9 años trabajando para la señora
Gargouille y estoy algo hasta las narices.
-¿Por qué la llaman así? Quiero decir. ¿Por qué tiene esa fama?- Dije totalmente intrigada y ajena a la cara de asco que mostraba Dana.
-Es extraña, tiene vicios raros, le encanta observar las rosas durante horas, es lesbiana y tiene un gusto realmente macabro para los cuadros.
Me detuve en seco y la miré frunciendo el ceño. Aún no veía que tenía de malo aquella mujer. Ella también paró al verme detrás suya y volvió hasta mí.
-¿He dicho algo que te haya molestado?
-No. Es que no consigo verle nada que merezca una opinión tan negativa.
-¿Crees que es normal ese gusto por los cuadros? ¿O que le guste comerse una tarta de mantequilla con cacahuetes salados?
-¿Normal o no, qué más da?- Repliqué algo indignada.- Cada cual tiene sus peculiaridades, tiene sus sueños y sus gustos. ¿Qué más da que le gusten los cuadros que reflejan realidades crueles o cuerpos desmembrados?
-Pero lleva sola tanto tiempo que se le ha ido la olla por completo. Necesita de alguien que...
-Tonterías. No deberías verla de ese modo Dana.
Ella agachó la cabeza y susurró algo que no pude escuchar. Luego me miró con los ojos rojos y se despidió de mí hasta la hora de comer sin dar otra explicación, alejándose del lugar por el mismo camino por el que habíamos estado paseando. La observé como se marchaba riendo, con ese porte prepotente y orgulloso que le había conocido al entrar en la casa.
Anduve un poco más por aquel camino que tenía por paisaje abetos y hierba verde. Una hierba acabada de cortar que invitaba a tumbarse en ella. Me senté unos metros más adelante y observé la fachada del castillo en toda su magnificencia. Era de un color beis claro, con los marcos de las ventanas de color marrón oscuro. Las gárgolas que se alzaban sobre la azotea eran de color gris claro y sus caras pasaban desde las más afables hasta las más furiosas.
Dejé caer mi cabeza en el césped y observé el cielo azul manchado de nubes grises y blancas. Realmente el lugar empezaba a resultarme agradable aunque tan solo llevase allí un par de horas. Cerré los ojos y me dormí hasta que una voz me despertó.
-Normalmente no suelo dejar a la gente que se tumbe en mi césped.
Abrí los ojos de golpe y observé el rostro de Greta encima del mío. Me levanté de un salto y me situé en frente de ella disculpándome mil veces por haberme tomado aquellas confianzas.
-No te preocupes. No va a pasar nada por que alguien lo estropee un poco.- Se sentó en la hierba y prosiguió.- Estabas por aquí con Dana ¿Cierto?
-Sí, me había pedido que la acompañase a dar una vuelta.
-A fumar querida, estaba fumando.- Dicho ésto sacó de su bolsillo un paquete de tabaco y se encendió un cigarrillo.- Dentro de mi mansión nadie fuma. Ni siquiera yo. Además es un vicio asqueroso.- Extendió la cajetilla abierta ofreciéndome uno.
-No gracias. No fumo.
-¿En serio? -Se escondió el paquete mientras se llevaba su cigarro a la boca.- Yo no puedo prescindir de él, aunque cada vez fumo menos. Supongo que es por la edad.
-Puede ser.
Me mantuve de pie mientras ella seguía tirada en el césped consumiendo aquel cilindro con gran elegancia. Sus gestos, o los pocos que conocía, no podían negar su clase alta. Gestos delicados y majestuosos que encandilaban a quien estuviese observándola.
-Parece que el museo te tiene en muy alta estima. ¿Dime, siempre has querido trabajar como directora de uno?
-Si te soy honesta, nunca pensé que terminaría estudiando dirección de empresas después de bellas artes. Quería crear mis propias obras y que al final terminasen expuestas en algún lado.- Miré como sus labios dibujaban una sonrisa y proseguí sin hacerles caso.- Pero nunca tuve el valor suficiente para enfrentarme con ese mundo, lleno de críticas y de caídas estrepitosas. Seguí el consejo de mis padres y continué estudiando. Cuando terminé encontré trabajo en este museo.
-Una historia verdaderamente aburrida. ¿Dónde está la chica que creí que eras?
-Supongo que te has hecho una idea equivocada de mí. Solo me conoces de hace un par de horas y no deberías haberte formado grandes expectativas.
-Sé como es alguien con tan solo verlo una vez. En el mismo momento que entraste por la puerta de este recinto sabía que escondías algún sueño frustado o alguna especie de historia que acabaría siendo poco interesante.
-Hablas como si pudieses arreglarlo.
-Claro que puedo querida. ¿Pero te lo mereces?
-No creo que quiera ser ayudada por ti. He venido tan solo a negociar una colección de cuadros y si he accedido a quedarme ha sido por pura curiosidad hacia la casa que posees.
Se levantó de la hierba mientras se quitaba las arrugas que se le habían formado en la camisa. Luego se acercó a mí poniéndome en tensión. Sus ojos interceptaron a los míos y no los dejaban marchar.
-Qué lástima. Aunque creo que podré hacerte cambiar de opinión, ahora vamos a comer antes de que Dana me envenene la comida.